lunes, 20 de agosto de 2007

El fuego del amor de Dios penetra el corazón humano y lo purifica



Si usted está enfermo de muerte, es por su propia culpa. No volveré aquí. La próxima vez que sepa acerca de usted, será por una esquela mortuoria que vea por el periódico. Adiós. Dicho esto, la joven señora salió de la habitación del hospital donde estaba internado su padre, y con paso resuelto se encaminó hacia la salida. Había sido dura, pero había sido justa. Aquel hombre no se merecía otra cosa. No era más que un irresponsable.
La había traicionado a ella y a su madre cuando las abandonó, y nunca se ocupó de ellas. Mientras pensaba cómo su padre la había traicionado, recordó a otro traidor: Judas.
Y repasó las últimas palabras que le había dirigido el Señor a Judas: “Amigo...”. Eso la hizo volver a ver a su padre al día siguiente. Éste se quedó mirándola extrañado, y esperó.
“Vine para expresarte que lamento lo que dije ayer”, comenzó ella diciendo. Y añadió: “He pensado que si el Señor no rechazó a Judas, tampoco yo puedo rechazarte”. Y luego, tras una pausa, dijo lenta, pero firmemente: “Te perdono. Puedes morir tranquilo. Te quiero”.
¿Se imagina usted el efecto que deben haber causado esas palabras en aquel hombre? Dichas por su única hija, y estando él en un lecho de muerte, pienso que sentiría algo así como un fuego de amor que le penetraba en su corazón y lo purificaba.
Lo que sucedió luego, sorprendió a los médicos: El hombre recuperó el deseo de vivir, y pocos días después fue dado de alta. El perdón y el amor incondicional de su hija lo curó.
“Fuego he venido a encender en la tierra”, dice el Señor en el evangelio de hoy. (Lucas 12,49-53)
El fuego del Señor sobre la Tierra se manifestó claramente en la actitud de aquella hija. Sus sentimientos hacia su padre no habían cambiado. Pero en su segunda visita ella pudo amarlo y perdonarlo. Esto que ella realizó fue un acto de amor, de amor verdadero, de amor auténtico. Porque el amor auténtico no depende de un sentimiento. No es deseo, es decisión; no es atracción, es compromiso. Y ese amor cura.
El Señor habla hoy de “fuego”. Fuego es el poder del amor de Dios que purifica y divide. Sí, divide la parte mala de la parte buena. Y destruye la mala, haciendo que la buena ocupe cada vez más espacio, como cuando destruye la altivez de la soberbia y enaltece la humildad.
Jesús, portando amor, destruye (lo cual significa la destrucción para lo malo). Quien comprende esto puede valorar el evangelio. La palabra del Señor no es simple fuente de emoción sentimental. Es asunto muy serio: es fuego de Dios sobre la Tierra.
Y este amor no es algo que ha traído el Señor desde fuera: Él mismo se dispuso a pasar por el fuego de la purificación, sin necesitarla en absoluto. Y así, con su muerte en una cruz, suscita una nueva realidad, algo que no existía antes: el amor gratis, el amor incondicional.
Cuando ese amor pasa a través de un corazón humano, a veces duele. Pero es lo único que da vida al mundo. Un cristiano es quien está dispuesto a permitir que ese amor, el fuego de Dios, pase a través de él.

No hay comentarios: